LA ESTRUCTURA ARQUEOLÓGICA-ASTRONÓMICA DE LA CAPILLA DE LOS LEONES Y LOS RINOCERONTES DE CHAUVET EN RELACIÓN CON LA DEL CÍRCULO DE NABTA PLAYA Y LA CÁMARA DE LA REINA

A Laura, única luz
a lo largo de los años obscuros.

Quelquefois je vois au ciel des plages sans fin
couvertes de blanches nations en joie.
Un grand vaisseau d’or, au-dessus de moi,
agite ses pavillons multicolores sous les brises du matin.
A. Rimbaud

1) Tal vez el punto de partida más útil para comenzar nuestra investigación pueden ser unas estructuras sagradas recientes y relativamente cercanas de nuestra forma de ver el mundo, como son las bóvedas de las basílicas y baptisterios bizantinos o las de las catedrales barrocas. En este tipo de estructuras se ingresa hoy a través de una pequeña puerta – sacada de una gran entrada monumental que hoy en día es casi siempre cerrada – y a continuación, después de un recorrido rectilíneo más o menos largo, se llega hasta una bóveda que domina el altar y en la cual está representado el cielo. Por supuesto, la imagen del cielo que podemos contemplar allí no coincide de alguna manera con las representaciones astronómicas modernas, que lo ven como un espacio sin límites y sin centro, en rápida expansión, en el que el caso ha diseminado masas de gas que queman a temperaturas muy altas, las que tal vez sólo come tradición aún llamamos “estrellas”. Por el contrario, en el período en que se construyeron estas bóvedas, el espacio aún tenía un centro y una estructura de cielos (o, mejor dicho, de “esferas”) que giraban en torno de él. El cielo más alto, aquél que por lo general está representado en las bóvedas, estaba concebido como una especie de motor inmóvil, que hacía girar los de abajo. Se creía que en este cielo supremo habitaban entidades divinas o divinizadas (las tres Personas de la Trinidad, los Evangelistas, Santos, Beatos, Ángeles y Arcángeles), que en las bóvedas barrocas y bizantinas se ofrecen a la contemplación llena de esperanza de el que todavía está en la vida y trata de ponerse en contacto simbólico con la eternidad, en la que ve su futura beatitud después del breve y angustioso paso de esta vida terrenal. En este tipo de estructuras sagradas el resplandor de lo divino y la vida eterna es a menudo señalado por la abundancia de oro y de dorado de todo tipo, hasta el punto de que el oro parece una sustancia divina de la que los personajes aparecen como por arte de magia, mientras que permanecen profundamente impregnados de este oro y casi confundidos en ello (en el antiguo arte estatuario egipcio existe una intención estética similar, aunque la materia es diferente del oro: de hecho a menudo ocurre que las figuras talladas en la piedra permanecen parcialmente confundidas con ella; lo que parece ser un indicio de que aquella sustancia divina que en el arte bizantino y barroco está representada por el oro, en la arquitectura y escultura del Antiguo Egipto estaba representada por la piedra). En las basílicas bizantinas y catedrales barrocas el predominio del oro constituía un efecto estético que a menudo se veía reforzado por un tipo de vidriera que, dejando filtrar una luz de color blanco-amarillo y/o marrón, inclina más la vista, por así decirlo, a amasar de manera gestáltica formas y colores con el oro y el dorado. Incluso hoy en día, donde los lugares sagrados se mantienen en buen estado y la iluminación sigue siendo la original, este efecto se puede todavía contemplar en toda su profundidad estética, religiosa y metafísica.

2) Es completamente obvio que el cielo representado en las bóvedas bizantinas o barrocas, a pesar de no tener ninguna relación con la manera “realista” en la cual lo ve una persona occidental cualquiera – astrónomo o persona de media cultura que sea – no tiene, sin embargo, al menos en apariencia, incluso ninguna relación con la manera en que fue visto por las antiguas o muy antiguas culturas, como las de los Egipcios, los Babilonios o los Mayas, todas culturas que, como los cristianos del período bizantino y barroco, veían en el cielo la sede de lo divino. Una primera y evidente diferencia que podemos detectar está en el hecho que estos pueblos concebían el mundo divino como compuesto de una multiplicidad de dioses y no de un solo Dios. Pero esta diferencia es realmente insignificante en relación a otra que parece mucho más radical y fundamental. De hecho, estas antiguas culturas concebían a las entidades celestes que se pueden observar en el cielo nocturno y diurno – y luego sol, luna, estrellas y planetas – como divinidades en un sentido absolutamente literal y realista. Por ejemplo, tanto por los Mayas que por los antiguos Egipcios el sol no debía entenderse como un dios en el sentido amplio y metafórico, sino en un sentido inmediato y directo: ver el sol significaba literalmente ver a la divinidad. Lo mismo ocurría con cualquier otro cuerpo celeste divinizado, aunque fue una estrella, una constelación, la luna o un planeta. Por poner otro ejemplo, que está estrechamente relacionado con el tema de este trabajo, los antiguos Egipcios veían la constelación de Orión literalmente como Osiris, el dios de la muerte y resurrección. A ningún sacerdote-astrónomo de la época se le hubiera ocurrido lo que hoy en día piensan todos los astrónomos y hombres occidentales de cultura media, es decir que esta constelación, como todas las demás, no es nada más que un grupo de estrellas más o menos arbitraria y convencionalmente separado de las otras para dar un orden cualquier al caos del cielo estrellado, donde a primera vista parece totalmente imposible orientarse y donde es muy difícil distinguir una entidad de otra. Esta divinización inmediata de los cuerpos celestes a un cristiano de la época bizantina probablemente parecía una terrible blasfemia (tomar a la criatura por el Creador). En cambio, en época barroca, mucho más que una amenaza a las verdades de fe y razón, una creencia de este tipo podría haber sido considerada más como una locura digna de una mente bárbara, fruto de un irrecuperable retraso o de una verdadera inferioridad racial (los Indios adoradores del sol fueron juzgados desprovistos de alma y reducidos a la esclavitud con el mismo aplomo y la misma buena conciencia con que lo hicieron los Griegos clásicos con los prisioneros de guerra: con toda probabilidad, sus creencias religiosas, sus ritos y sus ídolos eran vistos como una señal de su mayor proximidad con el mundo animal y demoníaco de los instintos antes que con el humano). Hoy en día, tal vez ningún científico se le ocurriría pensar y mucho menos escribir que los pueblos que llamamos “primitivos” carecen de alma. Y no hay duda de que, no digo un científico sino también un hombre moderno de cultura media, constreñido a hablar sinceramente, se sienta obligado a etiquetar como superstición cualquier tipo de creencia concerniente estrellas y planetas que considera que son algo diferente de un agregado caótico de sustancias químicas. Entre los astrónomos hay, sin duda, fervientes cristianos, pero también ellos en lo que concierne la naturaleza del cielo y universo han cambiado radicalmente de opinión con respecto de sus correligionarios de hace unos siglos. De hecho, si tomamos Dante y su “Divina Comedia” como un ejemplo de la antigua cosmología cristiana, vemos que con respecto a ese tiempo las cosas han cambiado mucho. Hoy en día Dios y el mundo divino por la teología no son colocados en un área del espacio más allá de las estrellas fijas y, en general, el más allá es considerado como un ámbito puramente espiritual, total y absolutamente transcendente. Aunque se habla de un espacio divino, siempre se trata de un espacio radicalmente “otro”, un espacio, por decirlo así, fuera del espacio. Por supuesto, no se trata de una continuación de el en que nos movemos cada día, que ha sido radical y totalmente “secularizado” por la ciencia moderna. En este espacio, donde todo es medible y calculable, no puede haber lugar privilegiado donde se puede legítimamente poner a las tres personas de la Trinidad, los Ángeles y Arcángeles, Santos y Beatos; y la cosmología científica – totalmente compartida por la Iglesia católica que con Juan Pablo II consideró la idea del Big Bang de acuerdo con el relato del Génesis – excluye a priori que la tierra o cualquier otro lugar en el espacio puedan ser considerados como el centro del universo. Sin embargo, si excluimos el centro, inevitablemente se deben también excluir todas aquellas esferas celestes que una vez se creían que giran en torno a él, incluyendo la de las estrellas fijas, por encima de la cual se acostumbraba poner a Dios y todas las criaturas acerca de él.

3) Si adoptamos una perspectiva evolucionista, espontáneamente atribuimos al “salvaje” o hombre que acaba de salir de su “estado natural” la creencia “ingenua” que la tierra es el centro del universo y que el cielo es la sede de divinidades, representadas como animales o como seres mitad hombres y mitad animales. Estas figuras se proyectaban sobre el sol, la luna, los planetas o tal vez estaban “inspiradas” por grupos de estrellas que de una manera más o menos directa sugerían sus formas reales o imaginadas que fueran. Sin embargo, a pesar de partir de un conocimiento del cosmos tan “primitivo”, poco a poco pero inexorablemente el hombre “evoluciona”. Mientras aún considera la tierra como el centro del universo, el paganismo griego clásico prácticamente deja de ver como divinidades a las entidades que se observan en el cielo. Así, por ejemplo, los mismos dioses que una vez fueron identificados de inmediato con los planetas en el tiempo de Aristóteles habían llegado a ser completamente similares a los seres humanos, aunque inmortales y mucho más poderosos (a este respecto, Aristóteles escribe que “en tiempos se creía que los dioses eran planetas”). El lugar donde estos dioses se reunían estaba a su vez muy cerca y fácilmente alcanzable, la cima de una montaña sagrada, no más el cielo inaccesible, y en vez que con cuerpos celestes eran identificados con entidades terrestres, naturales o artificiales que fueran (una fuente o un árbol eran considerados divinidades, y también lo eran una puerta o un hogar: en la práctica, no había entidad terrestre que no fuera considerada de alguna manera un dios). Las entidades celestes ya habían perdido gran parte de la enorme importancia que habían tenido en el pasado profundo de la humanidad. Más bien, hablando de una manera evolucionista, podemos considerar el paganismo griego clásico como el primer paso dado por la humanidad hacia un abandono radical de la religión basada en la adoración de los cuerpos y ciclos celestes, que en el pasado tuvo que ser absolutamente universal. Con el cristianismo, sin embargo, esta concepción radicalmente “humanizante” y por lo tanto panteística de la divinidad introducida por el paganismo griego clásico es abandonada y el cielo de esta manera vuelve a ser importante como lugar de lo divino. De hecho, un paraíso situado más allá del cielo de las estrellas fijas hace entender aún bien la idea de la transcendencia sin perder la concreción necesaria para un hombre que se supone que todavía no es suficientemente “evolucionado” para concebir lo divino en una forma completamente espiritualizada. Pero este interés renovado del cristianismo por el cielo no hace que el sol, las estrellas, la luna y los planetas recuperen una importancia teológica real. El Dios uno y trino es una entidad espiritual y transcendente que es antes del mundo y no nace con él, como sucede en la religiones antiguas, que parecen más radicalmente panteístas. Por ejemplo, en la visión del Antiguo Egipto antes de Atum – la divinidad suprema – había la Nada, y el mito no está claro si Atum es creado por la misma Nada, entendida a su vez como una divinidad (como se dice en el Tao, que la Nada ha generado el Ser) o si aparezca mágicamente por autogénesis. Los otros dioses de la Enéada son originados por Atum, que genera primero un par de deidades que engendran a otras y de que, por fin, llega el hombre (el cual, sin embargo, no tiene un lugar central en la creación, ya que los antiguos Egipcios pensaban que habían animales mucho más cerca de lo divino que cualquier ser humano, excepto el Faraón; un poco como lo es hoy en la India con las vacas o en otras partes de Asia con los monos). Por el contrario, el Dios del cristianismo existe antes e independientemente del cosmos, y si es cierto que él creó el sol, la luna, las estrellas y los planetas, ni él ni sus ángeles pueden identificarse con ellos, al igual que con cualquier otra criatura inmediatamente perceptible por los sentidos, excepto Cristo mismo, cuya permanencia en el mundo en forma humana, sin embargo, fue sólo 33 años y, a diferencia de la de Dionisio, no está destinada a repetirse. Además, por el cristianismo el hombre tiene una importancia absolutamente central en la creación, y a los ojos de Dios los cuerpos celestes tienen menor importancia que el hombre. En el Evangelio, de hecho, incluso el más humilde entre los seres humanos es creado con un alma destinada a durar por la eternidad, mientras que el sol, la luna, las estrellas y los planetas están destinados a desaparecer en la fin de los tiempos. Por supuesto, si observamos bien, en las bóvedas bizantinas y barrocas siguen siendo vagos rastros de la importancia de los cuerpos celestes y calendarios correspondientes. Los doce apóstoles recuerdan los doce meses del año y por lo tanto los doce signos del zodíaco; la Trinidad recuerda las tres estrellas polares; y de muchas maneras se manifiesta el siete, clara alusión a la semana lunar (en la Basílica de San Vitale de Ravena Cristo es representado con siete personajes a la derecha y siete a la izquierda: es probablemente una alusión numerológica al ciclo de las fases lunares). Pero, como ya hemos visto, a través de una evolución del pensamiento científico, todas estas alusiones a la antigua astronomía y astrología desaparecen por completo, y en el cristianismo moderno el cielo descrito por la física está destinado a perder también el papel de la sede, por así decirlo, geográfica del Paraíso. Esto en un sentido parece obvio. En un cosmos que ha perdido su centro, donde cada punto cartesianamente es equivalente a todo otro, no se puede teorizar seriamente que un lugar puede ser el lugar privilegiado de lo divino. De hecho, hablando de manera relativista (por supuesto, aquí nos estamos refiriendo a la relatividad de Einstein, no al relativismo cultural) cada punto de observación vale el otro, y por lo tanto cada estrella o galaxia vale cualquier otra. Está claro que en este momento no se puede colocar a Dios espacialmente “en las alturas”, si el espacio no conoce ni arriba ni abajo ni cualquier punto de orientación objetiva. Hoy en día, con todo lo que sabemos acerca de la física y la astronomía, parece absolutamente increíble que durante un número indeterminado de miles de años los seres humanos hayan considerado absolutamente obvio que la tierra era el centro del universo, y que el cielo y las entidades celestes eran considerados incluso como divinidades. La cuestión que nos ocupa en este artículo es la siguiente: ¿ durante cuántos milenios ha seguido esta creencia o desde cuántos milenios existe? ¿ desde cuánto tiempo y por cuánto tiempo la astronomía y la teología han sido conocimientos complementarios o casi sinónimos?

4) Como el lector habrá adivinado ya por el título, la tesis que afirmamos en este artículo es radical. Con este trabajo queremos mostrar que la astronomía matematizada, concebida como contemplación de lo divino, ha estado ocurriendo durante al menos varias decenas de miles de años y que en este momento no podemos ni siquiera imaginar el punto de partida de esta tradición. Hablando de manera más pormenorizada, nuestra tesis es que ya en los tiempos de Chauvet o alrededor de 30-32.000 años a. C., tanto el horizonte nocturno como el diurno eran cuidadosamente examinados y esmeradamente (es decir, geométricamente) descritos y que esto fue hecho desde muchos miles de años; y que por lo tanto ya entonces se tenía plenamente conciencia de los cambios cíclicos del cielo nocturno conexos con la precesión de los equinoccios. Aún más particularmente, el propósito de este artículo es mostrar que lo que se llama “la Capilla de los Leones y Rinocerontes” tiene un sentido teológico-astronómico, por así decirlo, igual y opuesto a lo de la Cámara de la Reina, que está en el interior de la Gran Pirámide de Giza. El primer paso que es necesario hacer para avanzar en el análisis es observar en qué punto de las canteras se encuentra y cómo está orientado este sitio muy antiguo, tal vez una de las mayores expresiones pictóricas que la cultura paleolítica nos ha dejado como herencia.

Como podemos ver, la Capilla de los Leones y Rinocerontes, que en este mapa se llama “End Chamber”, se encuentra en el extremo norte del conjunto de canteras indicado con el nombre de su descubridor: Jean-Marie Chauvet. La primera cosa que hay que tener en cuenta es un hecho totalmente obvio, tan obvio que por lo general se omite por los que se ocupan de sitios como este. Es decir: el avance de casi quinientos metros en las entrañas de la tierra es una empresa de cierto tamaño aunque sea por un espeleólogo moderno, equipado de todo punto. Hoy en día los muy pocos que tienen el permiso de visitar pueden acceder a la cueva a través de caminos artificiales y con la ayuda de la iluminación eléctrica, con la certeza absoluta de no perder su camino y no hacer malos encuentros. Sin embargo, incluso en esta forma, penetrar en estas entrañas rocosas se describe como una experiencia que puede ser muy molesta, por no decir aterradora. Por lo tanto, es fácil imaginar que penetrar en un sitio semejante sin los cómodos suportes que ofrece la tecnología moderna ya debería ser una hazaña en sí misma digna de nota, más allá de la magnificencia de las pinturas que allí más tarde han sido ejecutadas. En efecto, debemos recordar que en ese tiempo las canteras, además de representar un peligro por ellas mismas, sin duda eran frecuentadas por osos y, presumiblemente, por leones de las cavernas, formidables enemigos dondequiera, pero particularmente amenazadores en un entorno de este tipo. De hecho, durante un eventual combate, estos y otros depredadores similares, en el terreno resbaladizo y a veces escarpado y accidentado de las canteras, tenían la ventaja fundamental de tener el doble de puntos de apoyo de un hombre: incluso en condiciones difíciles como estas para un cuadrúpedo es casi imposible perder el equilibrio, que en cambio puede suceder muy fácilmente a un bípedo. Además, como los osos y leones no tenían que tener armas en la mano, ni siquiera podían constituir un obstáculo para ellos ni tener miedo de perderlas. Las condiciones de obscuridad absoluta era también un beneficio adicional para estos animales, que se orientan incluso con el oído y olfato, mientras que el hombre, cuyo órgano de sentido fundamental es la vista, no tenía entonces a disposición otro tipo de iluminación que la más bien incierta de las antorchas. Debido a esto, no hay persona alguna que sea dotada de sentido común, y sobre todo un historiador o un antropólogo o un paleontólogo, que pueda también sólo suponer que seres humanos evolucionados culturalmente se lanzaron a esta aventura terrorífica sin tener un objetivo más que serio. El nivel de las pinturas que se han encontrado en estas cuevas es tan alto que no se puede pensar que los que las trazaron eran “salvajes estúpidos”, inconscientes de que, a pesar de avanzar en estos abismos, no tenían ni idea de los riesgos que corrían. Sin embargo, si enfrentaron estos riesgos, necesariamente debemos imaginar que estaba en juego un objetivo que para ellos tuvo que ser muy importante o, mejor, dicho, sagrado. Este es un pensamiento muy desalentador para un intelectual moderno, porque hoy en día ya casi no se puede creer que un ser humano puede arriesgar la vida del cuerpo para objetivos que tienen que ver con la vida del espíritu (una palabra que, en el clamor del consumismo desenfrenado, tal vez ha perdido todo significado real, al menos a nivel colectivo). Sin embargo, sería suficiente pensar en la historia de las Cruzadas, que no está tan lejos, para darse cuenta de que en el pasado lo que ahora parece locura o excepción extraordinaria, era, al contrario, la más obvia de las reglas. Esos miles de nobles del norte de Europa que hicieron miles de kilómetros para ir a pelear llevando encima más de cien kilos de hierro calentado al rojo vivo de un sol que fácilmente superaba los cincuenta grados no lo hicieron con finalidades que hoy podríamos juzgar “racionales” o para alguna “utilidad” (también porque cualquier utilidad se vuelve inútil frente de la muerte). Simplemente, esas eran personas que creían firmemente que las tierras que iban a conquistar eran tierras sagradas y que su carácter sagrado tenía que ser defendido con armas. También los monumentos más espléndidos que podemos hallar en la tradición cristiana no nacieron por razones que tenían que ver con alguna utilidad práctica. Por ejemplo, la Plaza de los Milagros en Pisa – un verdadero milagro de proporciones y elaboración decorativa y arquitectónica – no fue querida por los poderosos del lugar para confirmar de esta forma su poder (este es el “propósito racional” que a menudo se atribuye a los monumentos como las Pirámides): en cambio, fue querida por el pueblo para agradecer a la Virgen la victoria contra los sarracenos. En general, todo lo que es hermoso, grande e importante que podemos encontrar en el mundo de hoy o en el histórico tiene poco que ver con algún tipo de “utilidad” o con “objetivos prácticos”. La gloria no tiene que ver con lo útil, pero con lo divino, es decir con creencias religiosas. Por ejemplo, la fe más común de nuestro tiempo es “la fe en el progreso” y es esta fe que “explica” la producción de gadgets electrónicos o de coches cada vez más potentes y monstruosamente excesivos en relación con las necesidades reales de quienes los compran, no su presunta “utilidad” (especialmente si usted piensa que utilizar estos coches al 50% de sus posibilidades en un contexto diario constituye un delito muy grave, que en algunos casos nos lleva directamente a la cárcel).

5) Así, en las cuevas de Chauvet y otras que luego estuvieron pintadas los hombres no se aventuraron por casualidad, sino que las exploraron consciente y deliberadamente. En las profundidades se buscaba algo. Pero: ¿qué? En lugar de proceder a base de hipótesis fundadas en la mentalidad del hombre moderno, vamos a ver lo que han encontrado o lo que han creído encontrar estas personas – que consideraban a las entidades celestes como divinidades – en lo que se ha llamado “la Capilla de los Leones y Rinocerontes”. Al entrar, más o menos en el centro de la sala, hay un afloramiento rocoso en forma de estalactita. En el siguiente mapa aparece con el nombre “The Sorcerer”, debido a la figura que allí se ha trazado y que después vamos a analizar en detalle. Esta formación rocosa se encuentra frente a una cripta rodeada de pinturas más bien enigmáticas, lo que en la imagen aquí debajo se llama “Panel of Lions and Rhinos”

snefru-art6-02
Esa figura que en la imagen de arriba se llama “The Sorcerer” también se indica a menudo como un Minotauro, ya que, como vemos aquí debajo, si sus genitales parecen sin duda los de una mujer, parece igualmente cierto que se han colocado entre las piernas de lo que puede parecer como un toro (o tal vez un bisonte).
snefru-art6-03
snefru-art6-04
snefru-art6-05
Si miramos con atención, vemos que la extraña forma que toma esta figura proviene del hecho que este Minotauro no está representado de frente o de perfil, sino que al ir a enroscarse con el busto alrededor de la piedra sobre la que está pintado (de hecho, mirando aún más de cerca, es posible tener la sensación que el Minotauro se enrosque sobre sí mismo o, más precisamente aún, que gire con el busto alrededor de sus patas posteriores y sus genitales). De hecho, como se puede ver en la serie de tres fotografías, la pata delantera izquierda – que sin duda podemos atribuir al Minotauro – es idéntica a la otra en la encrucijada de la cual ha sido colocado el sexo femenino que verosímilmente debe estar entre las patas traseras. Así, parece que en la pintura encontramos también otra extrañeza o otra paradoja: que el sexo de la criatura está representado entre una pata trasera, que ha quedado inmóvil, y una delantera que, junto con el busto, ha girado alrededor de la piedra. Parece que podemos estar seguros que las dos piernas pertenecen al Minotauro, porque en la pintura no se pueden reconocer otras figuras, animales o humanas, a las cuales se pueden atribuir. De hecho, el león que vemos en la foto a la derecha – que sin embargo parece tener algo que ver con el Minotauro – tiene las patas delanteras colocadas correctamente por debajo del cuello (a pesar que están sólo delineadas). Por lo tanto, la única manera plausible de interpretar esta figura parece esta: que el Minotauro es representado como una entidad que se atornilla o sobre sí mismo o alrededor de la piedra sobre la cual está pintado, girando hacia la izquierda (tomando como punto de referencia la punta de la piedra vista desde abajo). A estas alturas, cualquier arqueoastrónomo se habrá percatado que se trata de algo familiar, ya que este es precisamente el sentido de rotación de la precesión de los equinoccios. Nos alienta a esta interpretación también la forma de la piedra, que en particular en su parte final tiene una forma decisivamente cónica; por lo que puede fácilmente ser comparada con un huso, un objeto que ha servido en varias ocasiones como metáfora mítica de la rotación del eje polar (y por lo tanto también de las estrellas polares) alrededor de un centro que se mantiene sin cambios, al cual no corresponde ninguna estrella. Si se ponen juntas las imágenes, entonces la comparación, que en un nivel abstractamente intelectual puede parecer absurda, desde un punto de vista visual resulta por fin incluso evidente.
snefru-art6-06
snefru-art6-07
La hipótesis que esta roca, junto con el Minotauro que está pintado sobre ella, represente el “huso” de la precesión se vuelve prácticamente en obligatoria cuando tratamos de dar un sentido a los leones y rinocerontes que vemos pintados en el lado izquierdo de la cripta, que se encuentra justo al oeste del Minotauro. De hecho, las figuras que vemos en la foto panorámica a continuación, si miramos con atención, no parecen retratar una multiplicidad de animales similares, sino un solo león y un solo rinoceronte – pero representados en movimiento por medio de una secuencia de los que hoy llamaríamos sin duda “fotogramas”.

6) Intentamos analizar el león y rinoceronte en el lado izquierdo de la cripta. Su trayectoria, si desde el punto de vista “naturalista” parece muy extraña, para no decir completamente absurda, desde el punto de vista de la astronomía parece bastante familiar. Mirando la imagen de abajo podremos tener una idea más clara de lo que estamos tratando

snefru-art6-08
El león a la izquierda en la cripta, con un poco de fantasía, se podría interpretar de manera naturalista como un león mientras que casi con timidez levanta la cabeza. En cambio, el movimiento descrito por el rinoceronte parece completamente innatural, como totalmente innatural aparece su postura en muchos de los “fotogramas”. Este rinoceronte – como por lo demás casi todas las otras figuras que se pueden encontrar en Chauvet – parece flotar sin peso y punto de apoye – casi como globo de ferias – en un área que ciertamente no parece la normal. Además, la secuencia de sus posiciones hace que parece que “se arroje” hacia abajo girando su parte trasera. Por un rinoceronte esto es sin duda la cosa más extraña, que es aún más extraña si tenemos en cuenta que, después de haber alcanzado el punto más bajo de su caída, el animal parece comenzar a “emerger de nuevo”, así como impulsado por una fuerza de empuje de un líquido en el cual está inmerso y no por sus piernas. Para aumentar la extrañeza de la representación, en el segundo “fotograma” en el cual se representa en este movimiento de “emersión”, el animal se vuelve hacia el lado opuesto, como para enfatizar de esta manera la inversión de dirección de su movimiento. La impresión de enigma o incluso de absurdidad que emana de esta pintura comienza a desaparecer sólo si nos fijamos en el arco formado por los leones y rinocerontes. Este arco está extraordinariamente cerca de los aproximadamente 45°- 47° de oscilación aparente que las estrellas realizan en el horizonte en la mitad de un ciclo de precesión, es decir en unos 13.000 años.
snefru-art6-09
Dentro de la cripta, alrededor de la cual se mueven de manera tan innatural estas figuras de león y rinoceronte, se ve un caballo cuyo galope va en dirección opuesta a ese Minotauro que – en nuestra interpretación – representa el “huso” diseñado en el cielo por el movimiento del eje polar alrededor de el de la eclíptica. Se puede divisar en la foto panorámica del fresco que hemos visto más arriba, pero en la de abajo se puede ver aún mejor
snefru-art6-10
Una hipótesis plausible desde un punto de vista arqueoastronómico es que este caballo representa el sol que cada año recorre el zodíaco en la dirección opuesta de la precesión. Esta hipótesis se ve reforzada por el hecho de que en esta misma capilla hay una pintura que parece representar un mismo caballo con cuatro diferentes tipos de pelaje; y se ha señalado repetidamente que cada tipo de pelaje podría ser el símbolo de una diferente estación del año. Podemos ver esta pintura en la imagen siguiente.
snefru-art6-11
Que el caballo pueda ser un símbolo solar, y por eso del cosmos que muere y renace al ritmo del sol, nos resulta también confirmado por uno de los más antiguos documentos de sabiduría, del cual la tradición oral nos ha transmitido el texto y del cual muy difícilmente alguien podrá sondear la profundidad de los orígenes. En los primeros versos de los Upaniṣad leemos

La cabeza del caballo sacrifical es, de hecho, el amanecer, el ojo es el sol, el aliento es el viento, sus mandíbulas son el fuego Vaiśvañara, el cuerpo del caballo sacrifical es el año. Su espalda es el cielo, su vientre es la atmósfera, su abdomen es la tierra, las dos ijadas son las direcciones cardinales, los costados son las direcciones intermedias, los miembros son las estaciones, las articulaciones son los meses y las quincenas, las piernas son el día y la noche, los huesos son las estrellas fijas y sus carnes son las nubes. La comida semidigerida es la arena, sus venas son los ríos, el hígado y los pulmones son las montañas, el pelo es las hierbas y los árboles. Su mitad anterior es el sol naciente, su mitad posterior es la puesta del sol; cuando abre su boca arrojan los fulgores; cuando sacude la cabeza el tueno retumba; cuando orina, llueve. Su proprio relincho es la Voz.

Estas palabras suelen ser remontadas, como máximo, a hace unos pocos miles de años, pero no es cierto que esta hipótesis corresponda a una verdad histórica. Nosotros estamos acostumbrados a vivir en un mundo proyectado hacia el futuro, donde la conservación del pasado es una especie de pasión por el coleccionismo que se refiere a objetos o pensamientos que no tienen más vitalidad (la palabra “museo” viene del griego μυσεῑον, lugar consagrado a las Musas; pero todos saben que los museos son exactamente lo contrario de esto, es decir que son una especie de cementerio de las Musas). Sin embargo, precisamente a causa de la locura occidental para el coleccionismo historicista tenemos testimonios omnipresentes de civilizaciones milenarias donde el pasado se ha visto como la sede de una Edad del Oro perdida, donde cada cambio fue visto como un signo de decadencia y donde la conservación de la tradición coincidía con la vida misma; y por lo tanto civilizaciones completamente ajenas a la idea de un progreso donde el pasado sigue siendo superado y se proyecta hacia el futuro, el cual en el pensamiento ya ha superado el presente, donde sin embargo se vive. Tal como están las cosas, no es imposible que estos versos de los Upaniṣad puedan venir desde profundidades temporales más antiguas que las atestiguadas por las pinturas de Chauvet.

7) Siguiendo esta línea de interpretación, se podría suponer que la cripta con el caballo que corre hacia la izquierda, que se encuentra al oeste, represente este punto cardinal no “objetivamente”, como entidad geográfica convencional y abstracta, sino míticamente como “puerta” a través de la cual el sol (y todo el cosmos, siguiendo la interpretación upaniṣadica del caballo como símbolo de un mundo en cambio constante y cíclico), cuando se pone, entra en el mundo subterráneo. En particular, la puesta del sol en el equinoccio de otoño puede haber sido vivida como una especie de muerte anual de un sol divinizado, dado que a partir de ese momento el tiempo en el que aparece en el horizonte comienza a ser menor que el en que permanece por debajo del horizonte (es decir, míticamente hablando, en el mundo subterráneo). Este cambio en el equilibrio entre el tiempo diurno y el tiempo nocturno podría haber sido interpretado de una manera religiosa, como una victoria, por así decirlo, de las fuerzas de las tinieblas sobre las de la luz. Esta derrota cósmica del sol podría haber sido vista como una muerte de la divinidad encarnada en él, o como un principio de la agonía que conduce al solsticio de invierno, otro momento tópico del ciclo solar, en el que se puede ver simbólicamente tanto la muerte definitiva del sol como el principio de su resurrección (o bien la muerte del viejo sol y el nacimiento del nuevo: incluso hoy en día se habla de un año viejo que muere y de uno nuevo que nace). De hecho, en el momento del solsticio de invierno el punto de salida del sol – observado a simple vista – parece permanecer inmóvil durante unos días, mientras que hasta ese momento procedía hacia el sur. Y se sabe que este momento de aparente estancamiento por muchas religiones ha sido interpretado como una muerte temporal del sol, cuyo nacimiento se asocia con el momento en que la inversión de la dirección de su punto de salida comienza a ser perceptible. De hecho, después del solsticio de invierno, este punto comienza a moverse hacia el norte, la altura máxima alcanzada durante su trayectoria crece, mientras los días comienzan a alargarse más y más. La inversión del ciclo, que por un gran número de culturas ha sido interpretada como un camino de resurrección, continúa hasta el momento en que en el equinoccio de primavera la situación se reequilibra y comienza a volcar. A partir de entonces, como quizás podrían decir los hombres de Chauvet, el tiempo en el que el sol “cabalga” en el horizonte comienza a ser mayor que aquél en el que “cabalga” en el mundo subterráneo, y la luz prepara su triunfo cíclico que se realiza en el día del solsticio de verano, cuando el sol se levanta en el punto más septentrional y la duración del día, así como la altura que alcanza en el cielo, son al máximo. Siguiendo esta línea de interpretación, la puesta del sol en el equinoccio de otoño, además de representar míticamente el momento en que el sol comienza su agonía, también sería el punto de referencia que estos hombres han tomado para medir los cambios en la posición de al menos un par de constelaciones – que por el momento no sabemos cómo identificar – durante el ciclo de precesión. Así pues, el bisonte que “se lanza” y que luego comienza a “emerger” debería representar la variación de posición en la que ciertas estrellas se hacían visibles en el momento de la puesta del sol. Y, puesto que hay un semicírculo completo de bajada y uno parcial de subida, el bisonte de Chauvet debería representar un período de tiempo de alrededor 15.000 años. Así el fresco de Chauvet, siguiendo esta línea de interpretación, resultaría como una serie de “fotogramas del cielo”, visto y sentido como un espacio sagrado donde divinidades de aspecto animal, durante el año sidéreo como en los milenios, oscilan y se mueven en un círculo inverso: durante el ciclo de precesión las estrellas en el fondo oscilan arriba y abajo y se mueven en dirección hacia la izquierda, de modo que al atardecer (como al amanecer) del equinoccio de otoño (y también el de primavera) la constelación que aparece brillante sobre la cresta luminosa del sol que desaparece en el horizonte cambia cada 2.200 años más o menos; en cambio, durante el año, el sol se mueve a través del zodíaco en la dirección del reloj, y el signo sobre el cual se levanta cambia una vez al mes. En la pared este de la Capilla de los Leones y Rinocerontes, unos dos metros sobre el suelo y en un punto más al norte, hay una especie de terraza, que en el mapa mostrado arriba se llama Belvedere. Esta especie de terraza tiene un acceso muy difícil. Sin embargo, hay evidencias que los antiguos exploradores han llegado allí varias veces a través de un camino que requiere gran habilidad espeleológica. Como la terraza se encuentra a unos dos metros de altura, de allí se puede contemplar esta escena cósmica desde una perspectiva elevada, lo que podría representar el punto de vista de una divinidad de algún tipo. Es muy probable que el ser humano, probablemente un sacerdote, que ha llegado tan lejos quiso identificarse con esta divinidad, pero no está claro cuál podría ser. Todo lo que podemos decir es que el eje que el Belvedere forma con el afloramiento de roca, sobre el cual está pintado el Minotauro, ya que está situado en el norte, podría recordar el eje Norte-Este – Sur-Oeste que el sol traza en el solsticio de verano con relación al eje Norte-Sur, como podemos ver en la imagen siguiente

12

8) Esta forma de dibujar el cielo de los hombres de Chauvet sería un modo, por así decirlo, igual y opuesto al que en Egipto vamos a encontrar muchos milenios más tarde, ya que parece que los sacerdotes-astrónomos del Antiguo Egipto, desde las épocas más antiguas, observaban y determinaban los cambios en la posición de las estrellas utilizando como punto de referencia el momento diametralmente opuesto del calendario, es decir el amanecer del equinoccio de primavera. De lo que podemos entender por el mito y la orientación astronómica del Círculo megalítico de Nabta Playa, este punto del ciclo solar se vivió religiosamente como el momento en que Osiris – identificado con la constelación de Orión – y su hijo Horus – identificado probablemente con el sol – resurgían o, mejor dicho, comenzaban un ciclo de resurrección paralelo. Desde un punto de observación como el de Nabta Playa, a la época en que se construyó el círculo (probablemente en una fecha alrededor de 6.000 – 7.000 a. C.), Osiris-Orión reaparecía al este en una posición como de descanso, típica de los muertos (la fecha a la cual se refiere la levada helíaca de Orión en el equinoccio de primavera en esta imagen por Brophy es situada en el 5.828 a.C.)

 

snefru-art6-13
snefru-art6-14

Esta reaparición de la divinidad-constelación era vista como el momento en que la hermana-esposa Isis – identificada con Sirius – comienza a hacerse cargo de él (Osiris-Orión) devolviéndole la vida. De hecho, la desaparición del horizonte de Osiris-Orión durante unos dos meses era interpretada míticamente como una muerte cíclica de la divinidad, que cada año era asesinada por su hermano Seth – una divinidad asociada con las fuerzas del Caos – y tirada al Nilo en un ataúd. Es probable que Seth se identificara entonces con el Tauro, dado que en el período en el que Orión desaparecía esta constelación permanecía por encima del horizonte, como puede deducirse también de la imagen que hemos visto arriba. De hecho, en la Piedra de Narmer hay una escena, representada bajo un símbolo claramente equinoccial (las dos serpientes idénticas que se enfrentan, al igual que los dos equinoccios opuestos, formando un círculo que podría ser un símbolo solar) en que el Tauro parece pisar a un enemigo que podría ser justamente Osiris-Orión, que en el momento del equinoccio tiene una posición claramente perdedora con respecto del Tauro.

snefru-art6-15

Los casi dos meses en que Osiris-Orión desaparecía del horizonte en la salida helíaca se interpretaban como el tiempo en el que la hermana Isis-Sirius le estaba buscando y el tiempo en el que reaparecía como el momento en el cual se encontraba su cuerpo. En este momento, con el cuidado de su hermana, la divinidad comenzaba a tomar vida, una vida que se vuelve cada vez más intensa y potente con cada día que pasa. Decimos esto porque la trayectoria anual de Osiris-Orión se llevaba a cabo de tal manera que si la constelación alrededor del equinoccio de primavera aparecía más o menos en correspondencia del este completamente desplegada, por el contrario, en correspondencia con la salida helíaca en el solsticio de verano se mostraba en el sur, por así decirlo, con un tipo completamente diferente de actitud. Este es un hecho que se puede ver en muchas imágenes sagradas en las que el Faraón, quien personifica a Osiris, está representado de pie y con una maza levantada, mientras mata a un enemigo. Este enemigo tal vez puede ser visto como aquel Seth-Tauro que lo había matado, ya que Seth representaba las fuerzas del Caos contra las cuales cada año los dioses, el hombre y el universo todo luchan para poder resucitar y volver a la vida después de la muerte simbólicamente representada por el invierno. En la imagen siguiente se toma como ejemplo la estela de Sneferu del Sinaí, pero por supuesto podríamos poner un sinnúmero de otros

snefru-art6-16
snefru-art6-17

La fecha en que Osiris-Orión en el solsticio de verano aparecía en esta posición – es decir la altura máxima en el cielo desde un punto de observación como Nabta Playa – por Brophy es fijada alrededor de 4.900 a. C. Cabe señalar que alrededor de 13.000 años antes la divinidad-constelación, en este mismo momento del ciclo solar, aparecía en una posición diferente, es decir girada de aquellos más o menos 45°- 47° de los cuales hemos visto más arriba giran tanto el rinoceronte como el león de Chauvet. También es bastante notable que la disposición de las piedras que dentro del Círculo representan el Cinturón de Orión cuando está al máximo y aquellas que representan sus Hombros cuando está al mínimo hace de manera que la escala de la representación crece y disminuye con el aumento y la disminución de su altura sobra el horizonte. Podemos ver claramente esta situación en la siguiente imagen, donde la misma constelación está representada en estos momentos opuestos como un gigante en su máximo y casi como un enano en su mínimo

snefru-art6-18

No será escapado a nadie que incluso el rinoceronte de Chauvet, a medida que disminuye de altura, de alguna manera disminuye también como forma, aunque no globalmente: de hecho disminuye el tamaño de su cuerno, que cuando llegue al mínimo de la rotación incluso desaparece junto con la cabeza. Es un poco lo mismo que ocurre con el león. En los “fotogramas” a continuación vemos que se señala sólo el perfil de su espalda y luego, cuando aparece la cabeza, vemos que su expresión es tímida y con las orejas bajadas. En cambio, el perfil más alto lo representa con las orejas en una posición natural y la expresión parece agresiva, casi feroz. Ya no es temerosa y sumisa como en los “fotogramas” donde esta constelación aún desconocida está representada en un punto más bajo del cielo.

snefru-art6-19
snefru-art6-20

9) Ahora, si nos movemos de Chauvet a Giza, parece bastante claro que la estructura mítico-astronómica representada por la Cámara de la Reina tiene una relación bastante estrecha con la de la Capilla de los Leones y Rinocerontes e incluso muy estrecha con la de Nabta Playa. De hecho, en la pared este hay una cripta misteriosa, que por lo tanto debería tener un sentido opuesto a la de Chauvet que se encuentra al oeste. La podemos ver en la imagen siguiente.

snefru-art6-21

Mientras en Chauvet el caballo representado dentro de la cripta debería ser el sol que, después de su puesta del equinoccio de otoño, comienza a “cabalgar” en el mundo subterráneo, por lo contrario, la cripta de la Cámara de la Reina debería representar la puerta por la que Osiris-Orión (y por lo tanto también su hijo, Horus-Sol) “reaparece en el horizonte”, más o menos en correspondencia con la salida helíaca en el equinoccio de primavera. O, ya que Seth había arrojado el cadáver de su hermano en el Nilo cerrado en un sarcófago, podemos imaginar que la cripta en la Cámara de la Reina representa el punto de salida del sol en el equinoccio de primavera (es decir, el este) como el sarcófago en el que Isis encuentra el cadáver de su hermano-esposo (de hecho la cripta de la Cámara de la Reina tiene una forma que podría recordar la de un sarcófago). Esta interpretación se ve reforzada filológicamente por el origen del dios griego de la muerte y resurrección, Dionisio. Heródoto nos dice que el culto fálico de esta divinidad llegó a los Griegos desde Egipto. Giovanni Semerano reconstruye de esta manera el origen del nombre griego: “El primer componente, micénico diwo, Διο- etc. es un calco del acadio di’u en el sentido de santuario, lugar sagrado, sancta sanctorum, cripta, celda, que obviamente asume el significado de divinidad, de numen que habita allí; (…) Respecto al segundo componente νυσος hay que recordar que, con intuición, Nisa, donde el dios neonato se le había confiado a las ninfas por Hermes, siempre fue concebido como un lugar de fabulosa fertilidad, rico en bosques, manantiales y frescos arroyos. Y todo esto lo dice el nombre de Ninfa, que corresponde al acadio nusha, nushu (fertilidad, abundancia)”. Giovanni Semerano, Le origini della cultura europea, vol. I, pp. 202-203. Una posible traducción del nombre “Dionisio” podría, por lo tanto, ser “cripta de la fertilidad”. Y la que se ha colocado en la pared este de la Cámara de la Reina podría ser justamente la dirección de la salida helíaca en el equinoccio de primavera (es decir, el este) como “cripta de la fertilidad” o del renacimiento, ya que el renacimiento de Osiris-Orión fue entendido como un retorno a la vida y de la vida. Así, mientras los sacerdotes-astrónomos del Antiguo Egipto estaban interesados tanto en Giza como en Nabta Playa en fijar el momento del renacimiento de Horus-Sol y de Osiris-Orión, en la End Chamber sus antepasados estaban preocupados en fijar lo que ocurría en el momento opuesto del ciclo solar, en la puesta del sol en el equinoccio de otoño. Pero hay también otra diferencia radical en el pensamiento astronómico-religioso que parece manifestarse entre los hombres que pintaron la Capilla de los Leones y Rinocerontes en Chauvet y los que construyeron la Gran Pirámide y en su interior la Cámara de la Reina. De hecho, los hombres de Chauvet no construyeron un espacio arquitectónico (y por lo tanto artificial) para representar a través de él el cielo y pintar en él la imagen de las divinidades estelares. En su lugar, se lanzaron a la exploración muy arriesgada de cuevas como la de Chauvet para encontrar un área cuya estructura – sin necesidad de intervención humana – se ofreciera natural y espontáneamente como símbolo de la estructura del mundo celeste. Si el lema de los antiguos Egipcios era “así en el cielo así en la tierra”, el de los hombres de Chauvet tuvo que ser “así en el mundo celeste así en el mundo subterráneo”. De hecho, una capilla como la de Chauvet nos muestra que el propósito de la exploración de las cuevas parece justamente el de buscar en el mundo subterráneo una imagen de este mundo celeste que se podía contemplar permaneciendo en la tierra. En este sentido, el acontecimiento humano y religioso de Chauvet parece notablemente similar al de Altamira y es probablemente común a todo el Paleolítico. De hecho, en Altamira, al igual que en Chauvet, la famosa imagen de un bisonte que parece enroscarse sobre sí mismo (de una manera diferente, pero muy similar al Minotauro de la End Chamber) no ha sido dibujada en un punto cualquiera, sino sobre un saliente de la roca, como bien podemos ver en las imágenes de abajo. Una vez más, encontramos que esta forma parece ser una imagen del movimiento de precesión.

snefru-art6-22
snefru-art6-24
snefru-art6-23
snefru-art6-25

El bisonte que se enrolla sobre sí mismo, al igual que el Minotauro de Chauvet, parece una imagen del cielo del norte que gira alrededor de un punto que se encuentra dentro del círculo trazado por la precesión en que se encuentran las tres estrellas polares. Esta hipótesis, en apariencia muy arriesgada, se justifica por el hecho de que, como muestra el dibujo de arriba a la izquierda, si colocamos el perfil de este extraño bisonte en el cielo del norte, vemos que coincide con más de veinte estrellas. Parece, por lo tanto, un mapa del cielo en un momento determinado del ciclo de precesión elaborado de tal manera que el mito y la astronomía coinciden perfectamente.

10) Entre otras cosas, que la constelación del Dragón ha sido imaginada por los hombres de Altamira como un bisonte – es decir, como un animal con cuernos – podría ser un hecho muy importante también porque parece crear un vínculo entre lo que podríamos llamar su imaginación gestáltica con la de los hombres de muchos milenios más tarde, incluso los de hoy, ya que el Dragón está representado todavía hoy con cuernos. Esto nos recuerda que incluso la cabeza del Minotauro que se enrosca en la estalactita de Chauvet es un ser cornudo. Por lo tanto, es probable que también él represente la constelación del Dragón que en los milenios se atornilla sin fin sobre sí mismo. Si algo como esto desde el punto de vista del hombre moderno puede sorprender, desde el punto de vista del hombre del Paleolítico no habría de extrañar mucho, aunque entre Chauvet y Altamira hay más de 15.000 años de distancia. El hecho es que aquí, muy probablemente, estamos hablando de culturas en las que se evalúan la tradición y el pasado en el más alto grado, y que por lo tanto piensan las cosas de manera diametralmente opuesta a la nuestra con respecto al sentido del tiempo. Para dar un ejemplo que aún está muy cerca de nosotros: los Dongo han tenido la capacidad de guardar durante miles de años profundos rasgos de la escritura y la religión estelar del Antiguo Egipto; y el cielo y sus ciclos son tan importantes para ellos que se fueron a vivir a una zona árida de África, donde la vida es muy difícil, sólo porque desde allí resultan más fáciles ciertas observaciones astronómicas (por lo que sabemos de la antigüedad prehistórica, es probable que la migración de Abraham a Canaán se debió a la búsqueda, por decirlo así, de una cierta figura del cielo – que luego se llamó la “Jerusalén celestial” – que tal vez en Babilonia era imposible de observar o se había perdido con el cambio del cielo a través los milenios). En una cultura como la nuestra, donde el tiempo es pensado como progreso, tanto el pasado como el presente están devaluados radicalmente en relación con el futuro. Pero en culturas en las que en el pasado se coloca una Edad del Oro, y por lo tanto una perfección perdida, tanto el presente como el futuro están devaluados en relación con el pasado, que luego se conserva en vida con la misma pasión con que nosotros lo enterramos en los museos (o de varias maneras lo desfrutamos mientras a través de una vida artificial lo insertamos en el remolino del dinero y el producto interno bruto, lo que parece ser el único símbolo que puede afectar profundamente el Occidente moderno). Es evidente que por una cultura como la del Antiguo Egipto (y presumiblemente también por las de Chauvet y Altamira como por todo el Paleolítico) la preservación de la tradición fue el mismo propósito de su vida, como el constante cambio lo es para la nuestra: para ellos diez mil años de inmovilidad cultural constituían diez mil años de vida como para nosotros diez minutos sin un noticiero que anuncie unas noticias impactantes son diez minutos de muerte. Como segundo punto de reflexión podemos añadir que es difícil no darse cuenta de que la “cabeza” de la constelación del Dragón es más bien similar a la de la constelación que en tiempos posteriores fue identificada con el Tauro. Este es un hecho que parece aludir a una común inclinación de la imaginación gestáltica de los seres humanos; por lo que podría ser una señal que características similares de diferentes constelaciones eran interpretadas de la misma manera (en este caso, la semejanza de las dos “cabezas” dio lugar a la imagen de dos seres cornudos).

snefru-art6-26
snefru-art6-27

La semejanza entre las dos “cabezas” pudo haber empujado a los seres humanos a relacionar de una manera íntima dos constelaciones que tienen una posición muy diferente en el cielo y por lo tanto también ocurrencias diferentes de precesión. De hecho, el Dragón es una constelación que, como está en el extremo norte del cielo, gira sobre sí misma y nunca cambia mucho de su posición y altura en relación a las otras constelaciones. Por lo tanto sus estrellas son todas “sempiternas”, que es la forma con la cual los antiguos Egipcios llamaron las estrellas que nunca se ponen. En cambio – por ejemplo, desde un punto de observación como Nabta Playa – el Tauro tiene que estar por encima o por debajo de Orión, y por lo tanto triunfar o morir simbólicamente en la lucha con la constelación que es su antagonista en la precesión. Por consiguiente no es imposible que la larga tradición iconográfica y religiosa que vio en el Dragón un bisonte, es decir una figura similar a la de un toro, tuvo un eco en el pensamiento teológico-astronómico del Antiguo Egipto, y estuvo capaz de empujar a sus sacerdotes astrónomos de ver en lo que para nosotros es el Carro Mayor – constelación que se encuentra en las proximidades de la del Dragón – una figura que llamaban Muslo del Tauro, que tenía que tener una gran importancia a nivel religioso. De hecho, los antiguos Egipcios tenían la costumbre de sacrificar los toros después de que habían sido privados de la pata delantera izquierda. Y parece claro que esta forma de proceder quiere aludir a una castración del Tauro como constelación divinizada (por lo tanto el Muslo del Tauro podría ser el símbolo estelar de los testículos que Seth perdió en su lucha contra Horus). En el momento en que en el cielo de la Duat Orión mataba al Tauro (es decir, dominaba en el horizonte) fue golpeado también su Muslo, es decir también la divinidad-constelación del norte, que tal vez se entendió como su alter ego inmortal (y por lo tanto un alter ego de Seth). Esto es lo que se puede deducir del zodíaco de Semnut, donde Orión parece golpear con su lanza el Muslo del Tauro, el cual, como ya se ha dicho, se encuentra en el cielo del norte (y hay que notar como la inclinación de la lanza empuñada por Osiris-Orión con respecto a la vertical del diseño es más o menos la del eje polar de la tierra con respecto a la de la eclíptica) y por lo tanto, en teoría, no debería tener nada que ver con Osiris-Orión.

snefru-art6-28
snefru-art6-29

11) Todo este conjunto de consideraciones nos lleva a pensar que la astronomía como parte esencial de la teología es una forma muy antigua de pensamiento, que se inició un número indeterminado de decenas de miles de años atrás y ha continuado más o menos interrumpidamente hasta el advenimiento de la cultura pagana, que ha humanizado radicalmente a las divinidades estelares. De hecho, la cultura de la Grecia clásica parece un momento en que esta tradición religiosa se abandona y se olvida rápidamente. La necesidad de afirmar divinidades vecinas, terrenales y humanas, es tan fuerte que llega al punto de que en la era de Pericles los observatorios astronómicos están incluso prohibidos. El aquí y ahora, el eterno presente y el espacio “vecino” de la cosmovisión pagana no llega a tolerar que continúe, incluso para finalidades puramente científicas, una tradición de observación del cielo que, obviamente, al comienzo estaba relacionada esencialmente a exigencias religiosas. Al final de esta investigación, hallamos que, siguiendo el hilo de la arqueoastronomía, uno de los enigmas que son presentes en los legados iconográficos del Paleolítico se aclara casi por sí mismo. Los hombres de Chauvet y Altamira no se echaron en las entrañas de la tierra para trazar más o menos al azar formas de animales más o menos insignificantes. Ellos revelan un arte pictórico en algunos casos tan maravilloso que hace absolutamente necesaria la hipótesis de que en sus culturas la pintura tenía que ser una institución con escuelas, maestros, estudiantes y todo lo que compite en una tradición de arte sagrado tan serio como el arte cristiano o budista. Estas personas formaban parte de una casta de sacerdotes-astrónomos que fueron bajo tierra en busca de criptas donde se podía de una manera gestáltica re-conocer una imagen del cielo. La tarea que se atribuían era la de continuar la obra divina trazando en esas criptas los signos por los que esta imagen se volvía humanamente inteligible y después se cambiaba con el cambio del cielo a través los milenios. Si vamos a Les Trois Frères encontramos un fresco que hasta ahora parecía completamente enigmático, ya que está compuesto de figuras que se superponen entre sí de manera aparentemente caótica.

snefru-art6-30

Pero si interpretamos de manera astronómica esta imagen podemos ver en ella la grabación de los cambios de un área del cielo, en que a lo largo de milenios, diferentes constelaciones, es decir diferentes divinidades estelares, ocupan el lugar que una vez había sido el de otra constelación. El propósito teológico de esta exploración de las entrañas de la tierra parece ser el de la búsqueda de lo que podríamos llamar “la vida después de la muerte” y que tal vez estos hombres llamaban “la vida después de la puesta del sol” o “el mundo más allá del oeste”, que tal vez fue imaginado como el lugar donde se guardaba el secreto de la eternidad, entendida como un retorno sin fin del ciclo de la vida. Si el mundo bajo tierra, donde cada día desaparece el sol, contiene una imagen, casi un molde (o un “proyecto”) del mundo celestial, entonces este mundo subterráneo es el donde se prepara – cada año solar y de precesión – el alba de la regeneración del universo y del hombre que lo habita. Por lo tanto, no ha de ser considerado como el lugar donde las cosas se aniquilan, sino el en que ellas se regeneran y preparan a su eterno retorno.

APÉNDICE FOTOGRÁFICO: LA PRECESION EN DJOSER RUNNING Y EN LA ESTELA DE SNEFRU DEL SINAI 

Gabriele Venturi