EL NÚMERO DE ORO EN EL ARTE SAGRADO Y LA ARQUITECTURA DEL ANTIGUO EGYPTO:

UNA PERSPECTIVA ARCHEOASTRONÓMICA

A mi madre

La science, la nouvelle noblesse! Le progrès. Le monde marche!
Pourquoi ne tournerait-il pas? C’est la vision des nombres.

Nous allons à l’Esprit, c’est très certain, c’est oracle, ce que je dis.
Je comprends, et ne sachant m’expliquer sans paroles païennes, je voudrais me taire.
A. Rimbaud

1) Entre los enigmas más obscuros que el pasado de la humanidad ha legado a los historiadores sin duda podemos incluir el motivo por el cual las matemáticas puras y astronomía matematizada en tiempos diferentes y lejanos de nuestros puedan haber fascinado a los seres humanos hasta el punto de inducir a las más poderosas y cultas castas sociales a consagrar a veces toda su vida a su estudio. Hoy en día la razón de la fascinación de las matemáticas – y de todas las ciencias empíricas relacionadas – tiende a coincidir con sus aplicaciones actuales y potenciales y por lo tanto con la función práctica y absolutamente insustituible que ellas desempeñan en los mecanismos del desarrollo y supervivencia de nuestra sociedad, que, si se priva de las matemáticas y ciencias empíricas, desaparecerá en el aire en cuestión de semanas (o incluso menos). Pero, como todos sabemos, en el pasado también próximo y reciente de la humanidad esto no era absolutamente el caso. Aún en los tiempos de Galileo las altas matemáticas y astronomía matematizada de hecho se quedaban más o menos completamente inutilizadas – al menos para los objetivos prácticos y realmente vitales de la sociedad – porque las técnicas de producción de cualquier tipo que fueran, eran mucho más estrechamente vinculadas al arte, y por lo tanto a la mano y el ojo de seres humanos que al conocimiento abstracto manejado en general por máquinas, como es el caso hoy en día. Pero, por extraño que parezca, los historiados propenden a pasar por alto una cosa de este tipo y no es un caso raro que el problema del interés en las matemáticas puras y astronomía matematizada se ponga en estos términos: ¿ Por qué en los tiempos de Galileo – al igual que en la época de los Babilonios y Pitágoras – había gente que pasó su vida tratando de explicar cuál es la relación entre los catetos y la hipotenusa? ¿ Cuáles son las órbitas de los planetas como Marte y Venus, etc., mientras de estos estudios no se podía sacar nada realmente útil? Una posible razón de esta falta de problematización es que no ha pasado mucho tiempo entre ,los primeros experimentos de Galileo y el momento en que las altas matemáticas y las ciencias empíricas relacionadas han empezado a tener esta importancia fundamental en los aparatos económicos y productivos de Occidente, de los cuales casi todos somos conscientes. Este hecho nos permite racionalizar los esfuerzos de Galileo y sus sucesores inmediatos imaginando que el período entre los primeros pasos de la ciencia empírico-matemática y sus primeras aplicaciones importantes y sustanciales fue el de una fase evolutiva necesaria para el desarrollo de las potencialidades de la ciencia empírica, cuando llegaría a la etapa de su madurez. Por lo tanto el período en que nuestras matemáticas y astronomía no servían para nada o casi para nada inconscientemente se puede equiparar con aquel en que un niño se compromete a aprender a leer, sin que todavía la lectura pueda ser de alguna ayuda en su vida real y sin que pueda entender con claridad la razón por la que se le enseñe. Su esfuerzo para aprender, sin embargo, tiene un sentido práctico muy profundo, a pesar que todavía no lo sabe, y es por eso que ningún adulto se pregunta por qué existen las escuelas y por qué a los niños se impone este esfuerzo. De la misma manera tendemos a pasar por alto el hecho que hasta hace un par de siglos y medio la investigación científica era todavía un fin en sí mismo, como y más aún de lo que era el goce estético.

2) Pero es evidente que este tipo de razonamiento no puede aplicarse a la astronomía babilónica y menos aún a las altas matemáticas de la Grecia clásica. Esas civilizaciones – de esto creemos que podemos estar completamente seguros – nunca desarrollaron una tecnología a la que las matemáticas y astronomía eran realmente útiles; y por lo tanto en aquel tiempo estas ciencias no eran una actividad intelectual que en breve período de tiempo se podía transformar en un muy poderoso instrumento bélico y económico, como en ,os tiempos de Galileo; al contrario, era algo totalmente abstracto y, en principio, separado de la práctica (y, más bien, en aquel tiempo las aplicaciones prácticas de la teoría fueron juzgada una mancha en la vida de un verdadero filósofo e incluso un verdadero deshonor). Sin embargo, descubrimos con asombro que las altas matemáticas y astronomía matematizada por los Babilonios y muchos filósofos de la Grecia clásica eran consideradas un estudio muy importante sobre la esencia divina del mundo. Con un poco de consternación descubrimos que un genio de la talla de Platón consideraba la geometría un arte necesario incluso para el político y la política – algo que cualquier político moderno puede considerar no se sabe si más absurdo o más ridículo, así como ridículo a cualquier ciudadano occidental parece el asco pitagórico a las habas u otros caprichos similares que encontramos un poco por todas partes en el pensamiento antiguo. Sin embargo, como esta actitud de pensamiento se ha transmitido – y justamente a través la obra de Platón – de la filosofía griega clásica hasta el Occidente cristiano, entonces durante muchos siglos ciertas entidades matemáticas se han puesto en relación con lo divino en Occidente como en tiempos se las ponían en Oriente. De una manera similar a Pitágoras, discípulo, al parecer, de los sacerdotes del Antiguo Egipto, san Agustín sobre ciertos temas no tenía ninguna duda: Dios había creado el mundo en seis días, porque seis es el número perfecto. Sin embargo, es cierto que este tipo de pensamiento en Occidente se ha agotado desde hace algún tiempo y en la modernidad para creer que ciertos números son sagrados no son más matemáticos y astrónomos, sino astrólogos, es decir personas que los científicos “de bien” por lo general tienden a considerar impostores, estafadores que se aprovechan de la gente tan débil de mente como para ser influenciados aún hoy por lo que queda de antiguas supersticiones que – aunque, por extraño que parezca – que en tiempos eran creídas por gente como Galileo, que, como pocos saben, además de astrónomo era también astrólogo.

3) Tal vez el último gran científico occidental que consideró sagradas ciertas entidades matemáticas – y por lo tanto digno de consideración un estudio muy abstracto, que en sí mismo no parece ofrecer algún tipo de ayuda concreta para la vida del hombre, sino un tipo particularmente extraño de distracción – fue Kepler. Este gran científico – antes de llegar a descubrimientos que lo convertieron /hicieron (¿) en uno de los padres de la astronomía y por lo tanto de la física moderna – hizo algo que hoy nos extraña mucho si tenemos que atribuirlo, no digo a un genio, sino también a una persona con sentido común. Kepler, de la observación de lo que nos parece claramente una de las muchas casualidades que se pueden encontrar en el cosmos – es decir, a partir de hecho de que la relación entre el círculo inscrito y el círculo circunscrito dentro de un triángulo equilátero se parecía a la relación de las órbitas de Júpiter y Saturno – no dudó de deducir de eso todo un sistema en el que las dimensiones de las órbitas de los seis planetas – que en aquel tiempo se creía que constituyen la totalidad del sistema solar – estaban derivadas a priori de las relaciones geométricas que se pueden encontrar – entre otras cosas – incluso entre las figuras caracterizadas por el número de oro. No hay duda que tal empresa aparezca hoy más o menos a todos ociosa y sin ningún fundamento; pero, por otra parte, tampoco hay duda que a Kepler apareció en cambio totalmente lógica y sensata, y ciertamente él no consideró inútiles las energías intelectuales utilizadas en este trabajo. A la evidencia empírica este modelo del sistema solar resultó casi de inmediato un fracaso total. En primer lugar, porque se vio (¿) que las dimensiones de las órbitas de los planetas no tenían entre ellas ningún tipo de relación característica – por no hablar de una relación semejante a una progresión formada de solidos regulares. Además, pronto e descubrió que el sistema solar se compone de más de seis planetas, un hecho que para nuestros ojos hace aún más irrealista esta construcción geométrico-astronómica, que hoy a los científicos aparece más como fruto de una fantasía de tipo artístico y arquitectónico que de un verdadero espíritu científico.

4) La razón por la que esta teoría – que se dio a conocer por medio de un libro con el significativo título “Mysterium Cosmographicum” – ciertamente pareció a su inventor digna de consideración está en el hecho de que entonces se tenía poco conocimiento empírico del sistema solar y por lo tanto aún se podía pensar todavía en manera der Platón que, por así decirlo, Dios era un arquitecto y por eso había creado el universo de acuerdo a las medidas que tenía también y sobre todo un sentido sagrado, además de trivialmente cuantitativo (ciertos números, en los tiempos de Kepler, todavía podían ser considerados como un atributo eterno de la mente divina y por lo tanto portadores de sentidos obscuros de naturaleza teológica, como si constituyeran un aspecto secreto de la divinidad y su poder creativo). Esta idea de un Dios “geométrico” de estilo platónico – que aún se conservaba intacta en el mundo científico occidental dos mil años después de la muerte de Platón – sin embargo estaba destinada a agotarse pronto, porque poco después, y justamente a partir de los problemas planteados por algunos descubrimientos astronómicos del mismo Kepler, Newton introdujo, de manera quizás por primera vez completa y consciente, ese método empírico-cuantitativo que es tan familiar para los científicos y estudiosos de la ciencia de nuestro tiempo, un método en el que radicalmente se pasa por alto la idea de que en la mente de Dios haya números y figuras geométricas privilegiadas y que, por lo tanto, tengan importancia teórica intrínseca, más allá de los hechos que a través de ellos es posible prever y describir. Esto significa que las teorías cosmológicas modernas no tienen para nosotros cualidades más importantes que la cualidad muy fundamental de, digamos, “corresponder a los hechos”, cualesquiera que sean los números que contienen. Por ejemplo, la constante “c²” en la ecuación einsteiniana “E = c²”, que, como sabemos, representa el cuadrado de la velocidad de la luz, es un número que, debido entre otras cosas a su enormidad, no parece en principio que corresponda a ningún requisito de proporción, por así decirlo, de tamaño humano. Otra constante, igualmente famosa, la constante de Planck, pone el problema contrario, es decir que es tan pequeña que resulta humanamente inimaginable, además del hecho de que ninguna de estas dos constantes parece representada por cifras que sean aptas a cualquier tipo de fácil o incluso muy difícil consagración numerológica. Peo, en la práctica, ya a partir de Newton, la idea que en aquellos que podríamos llamar los “números característicos” del sistema solar – o de todo el cosmos – se ocultaba un cualquier tipo de revelación con respecto a los aspectos misteriosos de la divinidad – como quiera que fuese imaginada – comenzó a desvanecerse, ya que incluso la constante gravitacional no parece a nadie un número que pueda tener un cualquier interés fuera de la fórmula en la que tan útilmente sirve a poner en relación el campo gravitacional que se genera entre “m1”, “m2”, etc.

5) En cierto sentido, sin embargo, también podríamos decir que esta actitud muy general de la modernidad con respecto a los números tiene algo lejano o, mejor dicho, muy lejano parentesco con los griegos clásicos específicamente en relación con el número de oro, ya que fuera de Platón y de los sólidos platónicos (y tal vez del pentagrama de los pitagóricos) parece que el atractivo de este número – que en las fórmulas matemáticas hoy se representa con la letra griega “ϕ” – vino exclusivamente de sus cualidades matemáticas intrínsecas y que de ninguna manera estaba en relación con estructuras secretas o no secretas del cosmos, físicas o divinas que fueran. Nos atrevemos a hacer esta hipótesis por qué, al menos en los textos de Euclides, no parece que en cualquier forma o por cualquier matiz se evoque la idea de que ϕ tenga alguna importancia especial fuera de la geometría pura – como en cambio y sin duda la habían tenida y l guardaban otros números, tal vez no para Euclides, pero ciertamente para un gran número de pueblos y religiones de la antigüedad (por ejemplo, para los israelitas 7 era sinónimo de perfección, al igual que más tarde 6 para san Agustín. Pero el número de ejemplos que podríamos traer es tan enorme que conviene quedarse con el primero). De hecho, en la época de Euclides, o incluso siglos y milenios antes, no parece que se tenía una atención de carácter religioso al número de oro y ciertamente no hay noticia de que algún pueblo haya creído que el mundo se había creado sobre la base de este número. Si esto había ocurrido, nos parecería un hecho realmente muy, muy extraño, por no decir totalmente inexplicable, ya que ϕ no parece tener nada que ver con ningún ciclo natural o cósmico, ni con cualquier otro fenómeno natural de cierta importancia conocido en nuestro pasado lejano. Por consiguiente sería realmente extraordinario que un pueblo cualquiera pudiera adorarlo exclusivamente por sus propiedades intrínsecas matemáticas, porque en la antigüedad en general los números eran considerados sagrados cuando estaban en relación con algún ciclo astronómico y por lo tanto con algún astro considerado una divinidad (7, por ejemplo, obviamente tenía que ver con la luna). Por el contrario, a nuestro entender, el descubrimiento del número de oro no tenía nada que ver con las observaciones de fenómenos naturales de ningún tipo y en cambio todo tipo de evidencia de carácter histórico y filológico nos muestra que se ha descubierto través investigaciones de geometría pura, en particular pensando en una posible subdivisión, como la que vemos en la imagen siguiente.

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Se tome una línea recta AC de cualquier longitud y se divida de acuerdo a la relación áurea en el punto B: entonces tendremos que la relación entre el segmento mayor AB y el segmento meno BC es la misma que hay entre la líneas recta de partida AC y el segmento mayor AB. De esta relación, que sigue siendo la misma independientemente de la longitud de la línea recta en cuestión – tal como π se queda idéntico independientemente del diámetro del círculo considerado – resulta un número irracional, igual a 1,61803398874989…, una cifra que, antes de estar como base de figuras geométricas como el pentágono o el pentagrama tiene una características muy peculiares. Por ejemplo, si lo elevamos al cuadrado más bien sorprendentemente encontramos que ϕ² = 1,618033988588432…² = 2,618033988588432…, es decir a un número que conserva todos los decimales de su raíz; y, de nuevo muy sorprendentemente, encontramos que lo mismo sucede con el recíproco, ya que 1/ϕ es igual a 0,6180339888115682… Dadas estas características, que son totalmente únicas en el ámbito de los números que conocemos, tenemos la oportunidad de construir un lar de ecuaciones que parecen un poco extrañas y que, de nuevo, resultan absolutamente únicas: 1/ϕ = 1 – ϕ mientras que la otra es 1+ϕ = ϕ².

6) Como hemos dicho, hasta donde sabemos, han sido estas características puramente matemáticas las que han despertado el asombro y la admiración de los matemáticos y filósofos griegos, ya que el aquel tiempo nadie se había dado cuenta de que – de hecho – el número de oro caracteriza muchos y muy diversos fenómenos naturales, como son, por ejemplo, el árbol genealógico de los abejones, ciertos fenómenos de reflexión óptica, la inflorescencia del girasol, la disposición de las famas y las hojas en un gran número de plantas, la de los pétalos de la rosa y un gran número de flores, las semillas de la manzana, las escamas de la piña, las hojas de las plantas suculentas de todo tipo, la espiral de las conchas de tipo Nautilus, la de la cola de los caballitos de mar y de los cuernos del carnero, la de los foraminíferos fósiles, el picado del halcón peregrino, los remolinos marinos, los huracanes, los tornados, la forma de las galaxias denominadas “en espiral”, la proyección bidimensional del espacio-tiempo – que, como hemos visto en el artículo anterior, caracteriza inequívocamente el espacio sagrado del Antiguo Egipto1 – y, según algunos, también la espiral de ADN. Sin embargo, todos estos descubrimientos son recientes o incluso muy recientes, y por lo tanto no podemos razonablemente asumir que los matemáticos de la Grecia clásica o incluso los des siglos posteriores podrían dar importancia al número de oro por otras razones que sus cualidades abstractas. Y eso nos parece bastante lógico: si no se veía el número de oro actuar – como elemento de orden y medida – en ningún lugar de la creación, difícilmente se podía atribuir a la fuerza creativa de lo divino, si no, otra vez, a un poder suyo de tipo puramente abstracto y matemático. Esta es la razón por la cual, cuando se descubrió que probablemente et conjunto artístico-arquitectónico del Antiguo Egipto se caracteriza por una muy complicada aplicación del número de oro al espacio,2 al principio nos sentimos inclinados a pensar que – a pesar que el número de oro y la alta geometría relacionada a esta empresa se habían inventado muchos miles de años antes de lo que se creía anteriormente – debía sin embargo mantenerse sin cambios la consideración de que sus descubridores le atribuyeron importancia sólo y exclusivamente por sus cualidades matemáticas intrínsecas, ya que en este momento no teníamos ninguna razón para pensar que en una época como la de Nabta Playa o incluso mucho antes se pudiera conocer el hecho que ϕ tiene una importancia que parece decisiva en la descripción de todos fenómenos naturales que hemos visto anteriormente. Pero al poco rato nos vimos obligados a cambiar esta forma de pensar a causa de nuevos descubrimientos astronómicos, que han sido posibles precisamente a partir de un análisis cuidadoso de algunas estelas del Antiguo Egipto que parecen revelar el papel decisivo del número de oro en al menos dos ciclos celestes, de los cuales los hombres de aquella época mostraban que tenían conocimiento y que tenían importancia vital para su religión.

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1 El espacio áureo en el arte figurativo y la arquitectura del Antiguo Egipto: una hipótesis de solución a partir de la estructura de la inflorescencia del girasol.
2 Véase los artículos precedentes: Las estelas del Antiguo Egipto y “El código de Snefru”: primeras consideraciones histórico-simbólicas y nuevo descubrimientos geométricos y El espacio áureo en el arte figurativo y la arquitectura del Antiguo Egipto: una hipótesis de solución a partir de la estructura de la inflorescencia del girasol.

7) Quizás la mejor manera de entrar en este asunto es recordar que toda la arquitectura del Antiguo Egipto, y en particular el Plateau de Giza, tiene un profundo sentido astronómico (una astronomía – y es bueno recordar también esto – en aquellos tiempos era sinónimo de teología) y que a partir de este hecho se puede llegar a demonstrar razonablemente nuestra primera tesis. Tesis que se puede resumir diciendo que no sólo los antiguos Egipcios habían descubierto el fenómeno de la precesión de los equinoccios, sino también y sobre todo que este fenómeno es, al menos en parte, caracterizado por el número de oro. Así que el descubrimiento de la conexión esencial entre el número de oro y el ciclo celestial más largo y fundamental fue una de las razones teológico-astronómicas por la cual fue aplicado al arte y arquitectura sagrada (hay también otra, como hemos dicho, que vamos a exponer dentro de poco). El valor de esta motivación teológica se puede entender muy bien: si en el número de oro se veía la ley oculta de lo más básico de los ciclos cósmicos (tan oculta que hasta ahora ningún astrónomo occidental se había dado cuenta) es evidente que mediante la inserción en la estructura profunda y escondida de las imágenes s agradas se pretende englobar mágicamente en ellas el poder vital y creativo de la mente divina, que, conforme la medida representada por el número de oro, dio origen al cosmos. El número de oro era por lo tanto muy probablemente considerado por los antiguos Egipcios como una especie de poderoso amuleto, que, inscrito en espacios sagrados de cualquier tipo, mantendría a raya las fuerzas del caos, siempre en asecho y siempre dispuestas a destruir el universo – destruyendo su armonía.

8) El punto de partida de nuestro razonamiento – que los antiguos Egipcios tenían conocimiento del fenómeno de la precesión – resulta ya por el número significativo de datos arqueológicos-astronómicos y las dudas que aún en su mayoría provienen de una cultura académica tan obstinada en sus dogmas como para ser indigna de toda consideración (la cultura egiptológica oficial – incluso si se puede definir “cultura” la sistemática repetición de sus teorías y al mismo tiempo la censura de todos los hechos que se atreven a oponerse a ella – se asemeja en este sentido a ese cardenal Bellarmino que se negó a mirar en el telescopio de Galileo y se justificó diciendo que lo que vería con ese instrumento se le mostraría el diablo). En particular, el trabajo de Thomas Brophy ha demostrado de una manera que parece muy difícil de refutar que el círculo megalítico de Nabta Playa – que como mínimo se puede datar alrededor de 5.000 a. C. – en realidad era una especie de reloj de sol precesional, en el que se registró el punto más alto que el Cinturón de Orión puede alcanzar en el cielo durante la oscilación debida a la precesión (eventualidad que se ha producido a partir de un punto de observación como Nabta Playa precisamente alrededor de 5.000 a. C.). Por otra parte, siempre de acuerdo con la interpretación de Brophy, el círculo marca también otro punto – esta vez muy cerca a el más bajo – que los Hombros de Orión en cambio habrían alcanzado en torno a 16.500 a.C.sup>3 Antes este trabajo de Brophy sobre el círculo de Nabta Pkaya – que parece tener una importancia absolutamente decisiva – había el de Bauval sobre la arquitectura de la IV Dinastía, que muestra cómo la disposición de las pirámides de Giza y Dahshur no es más que una reproducción de la posición de ciertas estrellas en una época situada en torno a 10.500 a. C. De ello se desprende como obvia consecuencia que los antiguos Egipcios tenían que tener un perfecto conocimiento de la precesión, ya que no se puede construir un sitio como el de Giza o un círculo como el de Nabta Playa si no se sabe que la configuración del cielo estrellado muda de una manera cíclica.

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3 De hecho el punto más bajo habría sido alcanzado en 18.000 a. C. y es nuestra opinión que la fecha de hecho indicada por el círculo megalítico es precisamente esta y que por lo tanto en este pormenor Brophy se ha equivocado. Peo aplazamos a un trabajo posterior el análisis de estos detalles.

9) Pero, además de estas pruebas objetivas de tipo exquisitamente arqueológico-astronómico, podemos añadir también unas consideraciones que no parecen menos relevantes, fundadas en lo que podría llamarse algo así como un “sentido común histórico-científico”. A quién no es experto en la observación del cielo a simple vista parece una gran cosa, pero, de hecho, para descubrir el fenómeno de la precesión no es necesario un complejo aparato científico-matemático de ningún tipo. La observación continuativa del cielo estrellado y el registro de la posición de las estrellas en un momento característico del año – como, por ejemplo, la salida helíaca en el equinoccio de primavera – es más que suficiente para darse cuenta de que el sol con el paso de los siglos se levanta en diferentes constelaciones y, mejor, se puede decir que es completamente imposible que un pueblo que tiene como parte fundamental y esencial de su religión la observación y el registro de los fenómenos celestes no se dé cuenta que después de algunos siglos la posición de las estrellas cambia lenta pero constantemente. Sin embargo los antiguos Egipcios eran un semejante pueblo y tenían una semejante religión, por lo que es impensable que en miles de años de observación de un gran número de estrellas no se hayan dado cuenta que su altura estaba cambiando de acuerdo con un cierto ritmo, según reglas matemáticas y geométricas muy precisas, ya que es absolutamente necesario un cierto grado de conocimiento de las matemáticas y geometría para establecer las posiciones recíprocas de los cuerpos celestes y en relación con el horizonte, así como para fijar el calendario y las relaciones entre calendarios (y por lo tanto entre ciclos celestes como, por ejemplo, el ciclo solar y el ciclo lunar). Una de estas reglas – como nos preparamos a descubrir – tiene una estrecha conexión con la sección de oro, en este caso no con la de la línea recta, pero con la del ángulo vuelta que resulta de la fracción 360 : 1,618 = 222, 4969, con un ángulo recíproco igual a 360 – 222,4969 = 137,5031. Si pensamos en el eje polar terrestre como una especie de manecilla descubrimos que, si tenemos idealmente inmóvil y tomamos como punto de referencia el plano ecuatorial – digamos – en el solsticio de verano, entonces descubrimos que con 90° de inclinación del eje polar respecto al plano ecuatorial hay que añadir los cerca de 47° de que esta manecilla cósmica oscila aproximadamente cada 13.000 años. Por lo que se pasa de la sección de 90° + 270° = 360° del solsticio de verano, que tomamos como punto de referencia, a los 90° + 47° = 137° + 223° = 360°, cuando ese mismo punto de la órbita se convirtió después de 13.000 años de oscilación precesional en un solsticio de invierno. Por lo tanto, en este momento, la tierra oscila entre una sección de 270°/90° y una sección muy cerca de la sección áurea (la diferencia es aproximadamente la mitad de un grado) y, en un cierto sentido, podemos decir que una oscilación similar se produce cada seis meses entre los dos solsticios, ya que el mismo punto de la tierra está inclinado de ± 47° respecto a la eclíptica. En la siguiente imagen podemos tener una idea visual clara del fenómeno.

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Ahora, si volvemos a otro artículo que publicamos recientemente en este mismo sitio Las estelas del Antiguo Egipto y el ‘Código de Snefru’: primeras consideraciones histórico-simbólicas y nuevos descubrimientos geométricos, recordamos que ya se ha podido ver, aunque sea brevemente, dos imágenes (una en el texto y otra similar que en cambio se hallaba en la gallery del artículo a la voz “precesión”) que parecen ser un indicio inequívoco que no sólo los antiguos Egipcios conocían perfectamente el fenómeno de la precesión, sino también y sobre todo que se dieron cuenta de que la oscilación aparente de las estrellas procede entre una sección de ángulo completo muy similar a la de la sección áurea – 137°/223° – y una de 90°/270° (esta también es una sección interesante desde el punto de vista numerológico, porque la relación entre estos dos ángulos ofrece 3 como resultado, o, volcado, 0,3333 periódico. Recordamos que durante el ciclo de precesión la tierra cambia 3 veces su estrella polar, hecho que probablemente dio origen a creencias religiosas muy importantes: por ejemplo, las Parcas que tejen el destino son justamente 3, y 3 son – fíjate – las flores que Ramses tiene en su mano derecha en la imagen siguiente (las 7 campánulas que tiene en la mano izquierda podrían aludir a los días de la semana lunar). Es útil analizar una vez más estas imágenes.

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Si pensamos en el plano horizontal de estas dos estelas como en el símbolo de la posición del plano ecuatorial de la tierra en el solsticio de verano y en cambio en la inclinación de la falda de Ramses y en la del halcón de la estela de Snefru como símbolo de la inclinación del eso mismo plano en el solsticio de invierno de 13.000 años después, entonces tenemos reconstruida de una manera simbólico-religiosa esa imagen puramente astronómico-geométrica que hemos visto justo encima.

10) Por supuesto, en la constatación de un hecho de este tipo, cada uno es libre de pensar lo que quiera, incluyendo – por enésima vez – también que esta información científica sólo por casualidad se encuentra en una imagen sagrada muy antigua. Pero, por lo contrario, observando estas imágenes, podemos sin duda considerarlas como una nueva y muy clara evidencia de que los antiguos Egipcios no sólo conocían perfectamente el fenómeno de la precesión, sino también y sobre todo que eran muy conscientes de que la oscilación aparente de las estrellas sigue un ritmo caracterizado por la sección de oro del ángulo completo, aunque de manera compleja. Estas consideraciones se ven reforzadas por el hecho de que el número de oro entra en relación con otro ciclo celeste, cuya importancia para la religión astronómica del Antiguo Egipto se ha mantenido hasta ahora en la sombra y que en cambio parece mostrarse claramente a partir de un análisis profundo de las estelas: el ciclo de la retrogradación de los nudos de la luna. El primero indicio de que los antiguos Egipcios conocían este ciclo celeste nos viene de la corona faraónica, que en una de sus versiones características aparece en forma y dimensiones muy extrañas, cuyo sentido nadie jamás ha intentado de comprender. Si tomamos un par de las más típicas e imaginamos de hacerlas girar y ponerlas en una posición horizontal, es cierto que podemos notar que ellas toman un aspecto que a muchos astrónomos parece inmediatamente familiar. Decimos esto porque, bien mirado, el diseño de este gorro parece sobreponerse casi perfectamente al diseño de un diagrama cartesiano muy moderno de ese mismo ciclo lunar.

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Esta notable similitud nos motiva a recordar que los dos animales con los que se formaba el símbolo que muy a menudo se encuentra sobre la corona del Faraón, el buitre y la cobra, eran asociados con dos diosas, de las que nadie ha explicado el papel y función y que en cambio – dado el contexto – con toda probabilidad hay que considerar un signo solar el primero y un signo lunar el segundo. Si comparamos el sol al buitre, vemos que la asociación puede surgir espontáneamente del hecho de que en cualquier período del año, una vez que ha surgido en el horizonte, el sol tiene siempre la misma forma y las mismas dimensiones o, metafóricamente hablando, del hecho de que su “vuelo” ocurre siempre con las alas constantemente desplegadas – es un poco como el buitre, que casi siempre se desliza con alas inmóviles o las mueve de una manera lenta y casi imperceptible. El ciclo o “vuelo” lunar en cambio se puede comparar con los lóbulos de la cobra, que toman diferentes formas y se manifiestan en dimensiones variables dependiendo de lo que el animal está haciendo y la perspectiva desde la que se ve: y la luna en efecto tiene “fases” en las que sus dimensiones aparecen diferentes, de manera que la luna llena se puede comparar con la cobra cuando esta abre completamente los lóbulos, mientras que la media luna o sus varias “hoces” pueden ser comparadas con las diferentes amplitudes intermedias que los mismos lóbulos pueden alcanzar en otros momentos, dependiendo de las situaciones. Además, dada la compleja asimetría que existe entre los ciclos de la luna y el ciclo solar, hay períodos en que en las horas de la noche la luna es más claramente visible y entonces su presencia en el cielo es más inminente para el observador, ella parece casi “arrastrarse” en el horizonte, el sol en cambio, incluso si cambia la altura máxima que alcanza según las estaciones, siempre pareced “trepar” hacia el cielo al amanecer y “posarse” en el horizonte al atardecer, y luego hundirse en las profundidades de la tierra.

11) Es claro que la presencia de un símbolo lunar sobre el gorro faraónico nos anima a pensar que un calendario referido a un ciclo lunar esotérico pueda haber jugado un papel de gran importancia a nivel de cultura iniciática – que por lo demás era lo que realmente contaba en el Antiguo Egipto – ya que no hay noticias de una cultura popular que tuviera la más mínima independencia de la casta noble-sacerdotal. Si nos fijamos una vez más en la imagen de la forma de los gorros faraónicos podemos darnos cuenta de la profundidad del significado astronómico.

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Mirando de cerca la Corona del Alto Egipto no parece nada más que un diagrama de retrogradación de los nudos de la luna, de los cuales – se trata de tenerlo en cuenta – la cabeza y el cuerpo del Faraón son la continuación ideal y simbólica: con un gorro de esta especie el Faraón se identifica totalmente con el astro que herméticamente representa (que el Faraón representaba el Sol es algo que es abiertamente profesado en los testimonios escritos que non quedan, y por lo tanto es muy fácil que todo el pueblo supiera de esta relación simbólica, y no sólo los iniciados). En cambio, la Corona del Bajo Egipto parece formada en la parte posterior (la que sube desde la nuca hacia arriba) por la línea del horizonte del observador, mientras que la parte anterior parece un segmento característico de un símbolo matemático semejante a uno muy familiar para nosotros, la llave que, como podemos notar enseguida, se ve casi completamente dibujado a partir del punto en que la Corona “se encaja” con la oreja. En cambio, la “barra” extraña que termina en un garabato parece ser un punto característico del ciclo, uno de sus cuartos o, como podríamos decir, la mitad de la mitad. A estas observaciones se pueden agregar otras acerca de un símbolo muy importante de la cultura de los antiguos Egipcios. Es decir ese Ojo de Horus que, al menos en algunas versiones, vuelve a mostrar unas semejanzas impresionantes con el diagrama de la retrogradación de los nudos de l luna (imagen de abajo). Es cierto que nuestro diagrama de estilo cartesiano es perfectamente simétrico y el Ojo de Horus no; pero hay que considerar que este símbolo existe en la versión “ojo derecho y ojo izquierdo” y que esta simetría absoluta que parece imposible encontrar en su solo ojo, se podría sin duda reconstruir con la composición des dos ojos, por ejemplo, a la altura de la “barra” trazada bajo el párpado inferior.

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12) Sin embargo, la importancia de este diagrama de horizonte para los antiguos Egipcios puede ser apreciado plenamente si analizamos algunos de los relieves más famosos, en los que parece que las imágenes se construyen de manera sistemática, por así decirlo, “montando” de acuerdo con reglas que hasta ahora quedan desconocidas este diagrama o partes de este diagrama, obteniendo de esta manera casi la totalidad de las figuras, con ,os detalles más pequeños, como los ojos o las sobrecejas.

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En otros casos no es posible realizar la proyección del diagrama de forma tan precisa y holística, incluso s este tipo de curva e puede prácticamente encontrar en todas partes y parece caracterizar gran parte de la producción figurativa del Antiguo Egipto.4 También hay un indicio más, que es muy importante – tal vez el más importante de todos – de una importancia hermética del ciclo de retrogradación de los nudos de la luna dentro del pensamiento astronómico-religioso del Antiguo Egipto. Uno de los elementos que son considerados lo más enigmáticos en el mito que narra la unificación del Alto y Bajo Egipto es el hecho que este evento ocurrió al fin de una batalla entre Horus, el hijo de Osiris, y Seth, su hermano asesino. La duración de esta batalla – 18 años solares – nunca se ha entendido, ya que no parece responder a ningún ciclo natural o humano de cierto sentido. Al término de esta batalla, Horus, a pesar de su victoria, perdió un ojo, un ojo que en el tiempo dio como regalo a Osiris. Pero, después que vimos las imágenes de arriba, y teniendo en cuenta que 18 años pueden ser un caso de redondeo por razones mágico-numerológicas (de la misma forma en que fue 360 en relación con los 365,25 días reales del año solar o los 12 meses solares de 30 días en comparación con loas de nuestro calendario que son de 28, 30 y 31 días), entonces es completamente natural y espontáneo imaginar que este número puede referirse al ciclo de retrogradación de los nudos de la luna, que dura justamente 18,61 años solares. La “batalla” entre Horus y Seth por lo tanto no sería una batalla entre dos aspirantes a gobernar realmente vividos y después, como se dice, “mitificados” (aunque sea sólo porque no se puede ver cómo es posible que una sola batalla pueda durar el período de tiempo que – históricamente hablando – sólo puede referirse al período de una guerra, y por añadidura mucho más larga de la media). Por lo contrario, esta batalla debería ser considerada como una batalla cósmica entre entidades celestes, una batalla que tiene una duración de un ciclo completo de retrogradación de los nudos de la luna y a su final Horus – muy probablemente el Sol (al menos en el plan de la religión y saber iniciático) – se convierte en la entidad divino-humana “oficialmente” y por lo tanto públicamente representada por el Faraón, entidad que actúa como intermediario entre el Bajo Egipto y el Alto Egipto, a saber, entre el Egipto Celeste, identificado con el cielo diurno y nocturno, y el Egipto Terrestre.

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4 Sin entrar en mayores detalles – que vamos a abordar en una fase posterior – el análisis geométrico que hemos realizado nos conduce a la práctica certeza de que en todas las curvas típicas del arte figurativo del Antiguo Egipto – cuando no se trata del diagrama lunar que acabamos de ver – sin duda podemos reconocer la curva de la trayectoria del sol durante el solsticio de verano. Aun cuando no se pueden sobreponer de manera perfectamente “realística” diagramas de horizonte, se tiene la sensación de que en alguna manera también este tipo de variaciones se puede reconducir a motivaciones religioso-astronómicas: tal vez la corona faraónica representaba – según las exigencias o creencias en boga en un determinado momento histórico o momentos del ciclo cósmico – los diagramas de diferentes cuerpos celestes y no necesariamente el diagrama lunar que hemos visto más arriba.

13) El ojo que Horus pierde al final de esta batalla y regala a Osiris podría ser justamente la luna, que, como todos sabemos, es un astro que aparece en el horizonte tanto de noche como de día, y por lo tanto puede ser asociada tanto al Sol como a una constelación divinizada como Osiris-Orión. El sentido de esta parte del mito parece ser exactamente esto: Horus-Sol, hijo de Osiris-Orión, heredando el trono del padre estelar, le da a cambio la Luna-Isis, quedando con un solo ojo, que, como a menudo hemos observado, probablemente no es más que el disco solar (en este sentido Horus se debería considerar, en sentido amplio, como el día, que pierde un ojo, la luna, a favor de la noche, el momento en que la luna es en realidad mucho más visible). Pero si admitimos que el ciclo de retrogradación de los nodos de la luna tenga este tipo de importancia tano en la sabiduría como en la religión esotérica del Antiguo Egisto, entonces descubrimos que este ciclo tiene – justamente como la precesión de los equinoccios – una relación que parece muy profunda con la sección áurea, juna relación que podemos constatar de forma inequívoca en las imágenes que siguen, dado que su diagrama puede ser construido a partir de una doble espiral logarítmica y que con ella podemos identificar sus puntos básicos y peculiares.

 

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En este punto está claro que la razón por la que hace muchos miles de años se construyó un modelo de espacio áureo,5como el que vimos en el artículo publicado recientemente en este mismo sitio web.6 Se trata, evidentemente, de una motivación teológico-astronómica, que, si hoy en día es totalmente incomprensible, todavía en el tiempo en que Alejandro Magno invadió el imperio persa era común y adquirida, al menos en el Mediterráneo sud-oriental. (Sin embargo, tal vez para (por?) los invasores macedonios ya era bastante sorprendente, aunque no como lo es para (por?) nosotros: de hecho, Aristóteles escribió que “hubo un tiempo en que se creía que los dioses eran planetas”; por lo que en la Grecia de sus tiempos no se creía más o esta creencia se quedaba como el eco de una antigua fe que no tenía más un valor real). De hecho, tan tarde como aproximadamente en 300 a. C., en el Medio Oriente se había extendido la idea de que “el mundo de abajo”, es decir el mundo humano, debía ser una copia del “mundo de arriba”, es decir del cielo estrellado; y fue esta firme convicción que hizo decidir la colocación de los monumentos y ciudades, que debían ser el reflejo terreno de los monumentos y ciudades que se podían contemplar en el cielo estrellado. Por ejemplo, los célebres jardines colgantes que se podían admirar en Babilonia no eran de ninguna manera una decoración monumental pero básicamente trivial hecha para alegrar a nobles y plebeyos; por lo contrario, se les había hechos (hechos?) para ser una copia del Edén celestial, al igual que no muy lejos de allí la Jerusalén terrenal fue construida para ser un reflejo de la Jerusalén celestial, y no sólo para ser un cualquier lugar donde vivir.

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5 Encontramos los primeros vestigios de este espacio en restos paleolíticos, que son más antiguos de 40.000 años. Pero vamos a analizarlos y discutirlos dentro de poco en un nuevo trabajo que publicaremos en este mismo sitio web).
6 El espacio áureo en el arte figurativo y la arquitectura del Antiguo Egipto: una hipótesis de solución a partir de la estructura de la inflorescencia del girasol.El espacio áureo en el arte figurativo y la arquitectura del Antiguo Egipto: una hipótesis de solución a partir de la estructura de la inflorescencia del girasol.

14) No está claro cuál es el origen de esta forma de pensamiento religioso y filosófico, pero en cambio está claro que era compartida por los antiguos Egipcios, porque por lo contrario no habrían construido una imagen terrena del cielo estrellado como la que resulta de las pirámides de la IV Dinastía o de un círculo megalítico como el de Nabta Playa. Sin embargo, como los antiguos Egipcios habían descubierto la conexión del ciclo precesional y el de la retrogradación de los nodos de la luna con el número de oro, entonces sus sacerdotes tenían que llegar a la idea de que el secreto mismo del poder creador y ordenador divino podía estar en esta proporción que marcaba el ritmo de los siglos celestes más fundamentales (en particular, el ciclo precesional que constituye el marco de todos los demás ciclos, ya que es a partir de él que se hacen y se deshacen las mapas del cielo). Esta fue l razón por la cual los edificios sagrado del Antiguo Egipto – que como un reflejo del cielo se construían en la tierra – no sólo tenían que posicionarse de una manera similar a las estrellas y constelaciones en un cierto punto del ciclo precesional, sino el espacio mismo en el que comparecían tenía que ser determinado punto por punto por la divina medida que establecía en el tiempo el ritmo del ciclo precesional. De ahí el gran esfuerzo para llegar a esa manera tan complicada y refinada para definir el espacio y las formas en el espacio que ya vimos en el artículo anterior: como en esta visión metafísico-religiosa son ,los ritmos sagrados del cielo que generan y regeneran continuamente la vida en la tierra, se ha querido producir imágenes que implícitamente puedan contener en cada uno de sus puntos la medida fundamental que se basa en del número de oro. Hemos visto que el modelo que mejor se adapte a describir las estelas del Antiguo Egipto y el perfil de la Gran Pirámide parece ser el de la proyección del espacio-tiempo en dos dimensiones. Ahora podemos ver que este espacio parece ser la base también de la planimetría de un gigantesco espacio arquitectónico como Giza, de el de Dahshur y del Círculo megalítico de Nabta Playa.

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Ya en estas imágenes (otras se encontrarán en la gallery) se puede observar que ese “ritmo geométrico”, a partir del cual parece misteriosamente brotar como de una fuente secreta todo particular del arte y la arquitectura sagrada del Antiguo Egipto, coincide perfectamente con el del esquema bidimensional del espacio-tiempo, que, a su vez, se construye básicamente a partir de ϕ y de π, porque las espirales logarítmicas se construyen a partir de semicírculos que se siguen de acuerdo con la secuencia de números de Fibonacci. Y por lo tanto no es un caso que ϕ y π constituyen las proporciones básicas de la Gran Pirámide o las estatuas de Ramsés, tal como se demostró con brillantez en la obra de Christopher Dunn.

15) La razón subyacente para una semejante construcción del espacio reside en la estructura de los ciclos cósmicos. Porque, incluso si no se quiere creer que los antiguos Egipcios conocían la teoría de la relatividad, todo el trabajo realizad0 hasta ahora es suficiente para convencernos de que eran ciertamente conscientes del papel fundamental que desempeña ϕ en los ciclos celestes para ellos más importantes. Y si se tiene una religión por la que se cree que la tierra y todas las entidades terrenas son generadas a la imagen del Cielo y de las Entidades y situaciones celestes (representadas a veces por medio de jeroglíficos, oras veces como figuras de seres humanos o animales o junto humanos y animales) se vuelven capaces de llevar literalmente el Cielo a la Tierra, si los espacios y las figuras eran construidos conforme a la medida hermética del Cielo y los ritmos celestes. De esta manera se trajo a la tierra también jun fragmento del poder creador y por lo tanto protector de lo divino, desempeñando sí también el papel de un pode roso “katechon”. Construir pirámides y espacios arquitectónicos de todo tipo, tallar estelas o inscripciones según una geometría basada en el número de oro era por lo tanto una manera activa por la cual el hombre cooperaba con los dioses en la lucha contra las fuerzas amenazantes y omnipresentes del caos. Que los seres humanos en el orden social y moral se comporten según Orden y Justicia (Maat) no era contribución suficiente para salvar el universo de la destrucción. Y, en este sentido, encontramos que la cultura de los antiguos Egipcios tiene un elemento de lejano parentesco con la cultura azteca. También los Aztecas pensaban de tener que colaborar con los dioses para retrasar el fin del mundo; pero ellos creían que esto debería y podría hacerse al ofrecer la sangre humana al Sol, al fin de devolverle la energía vital que dispensa al mundo, en cambio los antiguos Egipcios pensaban que podían y debían hacerlo mediante la construcción de monumentos íntimamente compenetrados por la ley secreta de las estrellas.